lunes, 19 de mayo de 2008

TANGO EVENING IN COPENHAGEN

Era una tarde lluviosa y melancólica. Llevábamos siete días en Copenhague. Siete días de agosto pasados por agua y la neblina perenne que envuelve a la ciudad como un ejército sitiador. En las terrazas del Tivoli, un escuadrón de mantas pardas, dobladas sobre los respaldos de las sillas, aguardaba para que los clientes pudieran cubrirse las rodillas y evitar la congelación mientras tomaban algo entre brumas hamletianas. El sol apenas osaba asomar a través de las nubes y cuando se atrevía, los daneses surgían de todas partes, se arremangaban la ropa y se desparramaban por doquier para captar algún rayito de luz, antes de que el sol se arrepintiera de su generosidad y se volviera a esconder. Estábamos tristes de malcomer en restaurantes donde nos esquilmaban a cambio de adustos montaditos llamados Smoerbrod o platos combinados en los que apenas se combinaba nada. Copenhague en agosto preludia el otoño y no está hecho para meridionales habituados a achicharrarnos de junio a septiembre.

Esa tarde arrastrábamos nuestra melancolía hacia la abarrotada calle peatonal Stroget, en busca de algo de calor entre las aglomeraciones humanas. En la plaza del Ayuntamiento vimos de lejos un caleidoscopio de manchas rojas y negras entremezclándose al son de una música que sonaba a tango. De cerca, el caleidoscopio era un grupo de tangueros pálidos que se movían al son del Libertango de Piazzola. Las notas del bandoneón se ondulaban entre sus piernas como serpientes de fuego en un mar de hielo. Ante la fachada rojiza del ayuntamiento, un cartel de fondo carmesí anunciaba: Tango Evening in Copenhagen. Sobre la improvisada pista de baile, un hombretón rubicundo, vestido de negro, con la barriga prisionera de un chaleco escarlata, intentaba enredar a su pareja en el laberinto erótico del tango, sin aplastarle los piececitos embutidos en zapatos de charol con tacón de estilete. Una valquiria muy alta se movía garbosa dentro del traje azabache y protegía entre sus brazos a una sirena del Báltico ataviada con ceñido vestido rojo y medias negras de rejilla. Otro señor gafudo de aire patoso ponía en práctica, con nórdica contención, lo que le habían enseñado en alguna academia de baile.

Fascinados, nos quedamos varias canciones a verles danzar. Cuando terminó de sonar Mi noche triste, nos fuimos al Stroget algo menos tristes. Por la noche, la morriña nos hizo romper el precepto sagrado de no buscar jamás comida española en el extranjero y probar lo que se come por allí. Cenamos tortilla de patata, gambas al ajillo y una paella algo sui géneris en un restaurante español. Cuando salimos de allí hacia las nueve de la noche, caía aguanieve sobre las terrazas de los bares, abarrotadas de daneses que bebían cerveza envueltos en mantas y chubasqueros. Y es que Copenhague en agosto ya preludia el otoño.

(Recuerdo de un viaje a Dinamarca surgido hoy, melancólico lunes de lluvia gordezuela, mientras escuchaba este tango de Piazzola).




La fotografía de la pareja de tangueros es de la página www.vester.com.ar.

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