miércoles, 7 de mayo de 2008

HACE VEINTE AÑOS QUE HIZO VEINTE AÑOS


Resulta que hace cuarenta años de aquel mayo del sesenta y ocho, acontecimiento que los de mi generación vivimos de refilón porque éramos demasiado críos para comprender lo que estaba ocurriendo, aunque en cierto modo, aquellos lemas de La imaginación al poder, Prohibido prohibir, Haz el amor y no la guerra marcaron después nuestra adolescencia y juventud.

Pero no me voy a poner sesuda. No es ese el espíritu de este blog. Ya han salido por ahí muchos artículos sesudos de verdad sobre mayo del sesenta y ocho. Me voy a limitar a recordar, en plan “abuelo Cebolleta”, pequeños retazos de cómo viví los ecos de aquella revuelta estudiantil parisina en la ciudad de Dusseldorf. O, más bien, no los viví. Porque tenía diez años y la cabeza en otras cosas. Sí recuerdo que aquel año siempre salían en la Tagesschau (telediario) reportajes de jóvenes airados lanzando adoquines por doquier y batallas campales entre manifestantes y policías. También recuerdo las imágenes de aquellos hippies, melenudos ellos y ellas, adornados con flores y fumando canutos, que exasperaban a mi padre porque decía que con esas pintas ya no íbamos a distinguir quién era hombre y quién mujer. Recuerdo algo del asesinato de Martin Luther King, del de Robert Kennedy, y alguna imagen confusa de las tropas del Pacto de Varsovia entrando en Praga. Y poco más.

Lo que me viene a la cabeza con todo detalle cuando pienso en el año sesenta y ocho es la noche en la que Massiel ganó con La-la-la el Festival de Eurovisión, adelantando al Congratulations de Cliff Richard por un punto. Vimos el festival completo y las votaciones posteriores en nuestra casa, acompañados por unos amigos españoles de mis padres y su hija. Cuando Massiel cantó por segunda vez, ya radiante vencedora del evento, adultos y niñas nos volvimos locos de remate. Hicimos los coros a Massiel, dimos saltos que hicieron retumbar el suelo de madera, mi padre se tiró sobre la alfombra y bailó una especie de break dance precursor del que se pondría de moda muchos años después. Y por una noche, todos nos sentimos importantes porque nuestra acomplejada y gris España de los sesenta había ganado el Festival de Eurovisión.

Ahora, cuarenta años después, salen por ahí voces afirmando que el régimen franquista compró votos para amañar el resultado de la votación. Y, según he leído esta mañana en Heraldo de Aragón, la prensa inglesa pone en boca Cliff Richard las siguientes declaraciones:

Nunca me gusta perder y nunca me sentí perdedor, y si ahora se demuestra lo contrario sería la persona más feliz del planeta", declaró ayer Richard a "The Guardian", solicitando, medio en broma medio en serio, que se abriera una investigación sobre el tema y que se volvieran a contar los votos de 1968.

Un poco desproporcionado, ¿no? ¿Qué sentido tiene remover un evento lúdico-festivo que tuvo lugar hace cuatro décadas, con la de asuntos realmente importantes que están pendientes de resolver? Esto es surrealismo puro, no aquellas películas de Buñuel.

Y digo yo: si nos matan el mito de Massiel, ¿qué vamos a hacer? Podemos ir asumiendo con los años que las utopías se nos quedaran en agua de borrajas, que se nos fueran muriendo los sueños de juventud y tuviéramos que sustituirlos por otros, que nos hagamos mayores cuando no nos hace maldita la gracia, que los bocadillos de calamares con mayonesa y las galletas de chocolate se adhieran cada vez más adonde no deben y los reservemos para ocasiones muy especiales (aunque luego toque hacer régimen), pero, please, que no nos enturbien el recuerdo de la noche de gloria que vivimos hace cuarenta años unos cuantos españolitos de a pie emigrados a la Europa del frío, cuando el Festival de Eurovisión aún levantaba pasiones.





Y para concluir este post tan largo, voy a cometer un gran pecado de inmodestia, citando dos pedacitos de DÍAS DE MENTA Y CANELA, donde hay un capítulo entero dedicado a la noche en la que Massiel ganó el Festival de Eurovisión.

El representante del jurado yugoslavo se dispuso a recitar sus votos. España no arañó ninguno más. El Reino Unido tampoco. El marcador se afianzó en veintiocho puntos para Cliff Richard y veintinueve para Massiel. En la angosta salita de los Rosell, cuatro adultos y tres niñas miraron el televisor sin atreverse a pestañear, no fuera a desvanecerse la inesperada dicha. ¡Por primera vez en la historia, España había ganado el Festival de Eurovisión! ¿Qué importaba que hubiera sido por un punto de diferencia? Al cabo de diez días nadie se iba a acordar de eso, prometió papá. Saltó del sofá y rellenó las copas hasta que la botella de los grandes festejos quedó exprimida como un pomelo.
- ¡Hurra por los cabezas cuadradas! ¡Somos los mejores!
Ezequiel se puso en pie. Ya no parecía un reptil aletargado.
- ¡España! ¡España! – voceó.
Los dos alzaron sus barreños de coñac y brindaron con estrépito. El cristal resistió de puro milagro. Mamá y Trini abandonaron los sillones y se abrazaron entre saltitos.
- ¡Qué alegría! ¡Qué alegría! –exclamó Trini.
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- Ahora a callarse todos, que va a cantar la Massiel –ordenó papá.
Anita fue la última en levantarse. Se colocó junto a papá. Las dos familias nos quedamos de pie para ver a la vencedora y digna representante de la añorada madre patria. Ezequiel y papá se libraron de las copas vacías. Se estrecharon por la cintura y mecieron los cuerpos al ritmo de la música. Las mujeres corearon la-la-la-laa… la-la-laa… la-la-laa…, copiando los movimientos de las tres chicas que le hacían los coros a Massiel. De repente, papá soltó a Ezequiel, que se tambaleó en su profunda ebriedad como un tentetieso, y aupó a Anita en brazos.
- ¡Donde esté una española con buenas piernas… -aulló- que se quiten los amariconados hijos de la Gran Bretaña! ¡Viva España!

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